Por Sylvia Colombo (*) – Columna de The New York Times
El gobierno de Argentina ha adoptado un enfoque ideológico para combatir la pandemia del coronavirus. Y lo está pagando muy caro en dos frentes: el sanitario y el político.
En un momento de pobreza creciente y alta inflación, el presidente Alberto Fernández tenía pocas banderas a las que aferrarse en un año electoral (en noviembre habrá elecciones legislativas que serán, en buena medida, un referéndum sobre el gobierno peronista de Fernández). El panorama económico lucía desolador desde antes de la pandemia, así que llevar al país a buen puerto durante la crisis de salud era quizás su única opción para convencer a los votantes. Pero quizás para complacer a su electorado más fiel, cayó en un error: planteó la lucha contra el virus como la defensa de la soberanía nacional ante el imperialismo de los grandes laboratorios.
Y mientras la peligrosa variante delta de la COVID-19 se extiende por la región y pone en riesgo a la población que aún no tiene el esquema de vacunación completo (la mayoría en el país), Argentina apostó por la vacuna Sputnik V por demasiado tiempo. Aunque había dudas iniciales sobre su efectividad, este año se publicó un informe serio que advertía que la vacuna de Gamaleya es segura y eficaz. El problema es que el centro ruso ha sido opaco con los tiempos de distribución y hay escasez de su inmunizante. Al final, Gamaleya ha sido un mal socio para Argentina: ha retrasado las entregas e incumplido el plazo para completar la inmunización de la población.
Asociada a la ineficacia y a la precariedad en otras áreas de la gestión, la estrategia tuvo un resultado trágico en el corto plazo. Un saldo de más de 107.000 muertes, casi 5 millones de contagios y un proceso de vacunación lento (el país tiene solo alrededor del 18 por ciento de su población completamente vacunada) que deja a los argentinos desprotegidos ante las nuevas variantes.
A diferencia de otros vecinos, como Uruguay y Chile, que ya superaron el 60 por ciento de población totalmente inmunizada, o Brasil, que está acelerando el ritmo de vacunación, Argentina ha quedado muy por detrás.
Fue hasta finales del mes pasado que Fernández cedió a las presiones de la oposición y de grupos ciudadanos. Cerró, finalmente, un acuerdo con Pfizer, más de un año después de que el laboratorio hiciera la primera oferta para la compra de 13,2 millones de dosis, que entonces no había sido considerada.
Recuerda al caso de Brasil: en 2020, Pfizer se acercó al gobierno de Jair Bolsonaro para reservar millones de dosis, pero según investigaciones del Congreso brasileño, el gobierno no aceptó. Si Bolsonaro probablemente lo hizo por negacionismo, y solo accedió a comprar dosis con demoras por presiones políticas, Alberto Fernández alegó que el contrato de la farmacéutica tenía cláusulas inaceptables que “comprometían al país”, refiriéndose al interés nacional tan valioso para los peronistas pero tan poco útil en medio de una crisis de salud.
La tensión con la oposición escaló a un nivel poco constructivo para un país en una situación tan grave. La jefa del principal partido de la oposición, Propuesta Republicana, Patricia Bullrich, sugirió que Fernández había pedido sobornos a Pfizer y por eso el acuerdo había fracasado. Fernández, por su vez, demandó a Bullrich. Y la saga sigue.
Los militantes peronistas hicieron del tema un grito de guerra y de campaña electoral. Como dijo el congresista Máximo Kirchner, hijo de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner: “No quiero un país que ceda a los caprichos de laboratorios extranjeros”. Una frase que Fernández “comparte 100 por ciento”.
El problema para el gobierno se fue poniendo más grave cuando quedó claro que el centro Gamaleya no tenía capacidad de cumplir con los plazos del calendario de la Sputnik V, que requiere dos dosis administradas en un plazo máximo de tres meses.
El retraso del centro ruso llevó a que Argentina iniciara la vacunación con dosis de distintos laboratorios combinadas. La mezcla permitirá a los que recibieron la primera dosis de Sputnik, a completar su esquema con AstraZeneca, Moderna o Sinopharm. La combinación de vacunas ha sido estudiada y es ampliamente aceptada por expertos. Pero el gobierno argentino solo recurrió a esta estrategia a último momento, más un giro de improvisación que de planeación.
Esta situación se refleja en una carta filtrada en el diario La Nación. Cecilia Nicolini, asesora del presidente, escribió al Fondo Ruso de Inversión Directa, que negociaba el contrato con Gamaleya, que el gobierno argentino estaba más desesperado por la llegada de más dosis de lo que decía al público. “Ustedes nos están dejando con muy pocas opciones para continuar peleando por ustedes y por este proyecto”, y amenaza con la firma inminente de contratos con laboratorios estadounidenses.
Mientras tanto, en público, Alberto Fernández decía que se acercaba el fin de la pandemia gracias a la aceleración de la vacunación: “Ahí está la puerta de salida, está acá nomás”, dijo recientemente.
Al final, según algunas encuestas, el impacto de las malas decisiones ante la pandemia será dramático desde el punto de vista político. Una encuesta de Giacobbe y Asociados muestra que para 59,1 por ciento de los encuestados, el factor determinante del elevado número de casos y muertes por COVID-19 son las decisiones políticas del gobierno. El mismo sondeo dice que 51 por ciento no votará por la coalición del presidente, el Frente de Todos, en las elecciones de noviembre.
Si al inicio de la pandemia, animado por el fervor del discurso peronista, Fernández afirmó que preferiría “el 10 por ciento más de pobres y no 100.000 muertos”, ahora queda desnudo ante los hechos. Argentina tiene más de la mitad de los niños viviendo en la pobreza y superó tiempo atrás la terrible marca de 100.000 muertos.
La lección parece clara: la salud y la ideología no son una buena combinación. Aún más con un proceso de vacunación lento y marcado por tropiezos, retrasos y escándalos (como el del vacunagate, en el cual amigos del poder pasaron antes en la fila de vacunados). Mientras tanto, aunque se anunció el acuerdo con Pfizer, esa vacuna aún no se está aplicando.
El gobierno ha dado un paso positivo al comenzar a negociar con otros laboratorios ante la emergencia. Quizás es muy tarde de cara a las elecciones: su gobierno ocasionó un caos de incertidumbre y más polarización por su incapacidad de concretar las negociaciones, en la aplicación rápida de dosis y al mezclar la política con un asunto de salud pública. Así que ahora, como jefe de Estado, debe enfocarse en lo más importante: dejar la retórica a un lado, acelerar el proceso de vacunación y evitar que las cifras de casos y fallecidos aumenten.
(*) Periodista brasileña radicada en Argentina. Cubre Latinoamérica hace más de una década. Corresponsal del diario Folha de São Paulo.