Por Hugo Alconada Mon (*) – The Washington Post
El Senado de Argentina aprobó el viernes 23 un proyecto de ley que, de obtener los votos necesarios en la Cámara de Diputados, ampliaría de cinco a 15 el número de integrantes de la Corte Suprema de Justicia. Y lo hizo por un pedido y por interés de la vicepresidenta y factótum de la coalición gobernante Frente de Todos, Cristina Fernández de Kirchner.
La iniciativa tiene sus apologistas y sus detractores, quienes enumeran los beneficios y los perjuicios teóricos de ampliar el máximo tribunal. Pero son dos los datos sustanciales: cuántos integrantes tenga no modifica los problemas de administración de Justicia en el país y Fernández de Kirchner no impulsa esta reforma para mejorar el Poder Judicial. Es por y para ella misma.
Hay que recordar que, en 2006, la entonces senadora nacional Fernández de Kirchner impulsó un proyecto de ley para que la Corte Suprema bajara de nueve a cinco miembros, el cual se aprobó. La misma figura que entonces argumentó a favor de reducirla ahora brega por aumentarla.
¿Por qué ese giro de 2006 a hoy? Porque necesita que el máximo tribunal del país satisfaga sus intereses y necesidades. Fernández de Kirchner afronta varios juicios por corrupción y no puede descartar que la condenen en uno o más de esos procesos. De hecho, ciertas reacciones y discursos denotan que espera ese resultado. Y, ante ese panorama, necesita que la última palabra sobre su futuro judicial se la den jueces amigos.
Este debate poco y nada tiene que ver con la cantidad de miembros de la Corte Suprema. Desde 1860, ese tribunal ha funcionado con cinco, siete, nueve y con apenas tres miembros. Y ese número no alteró – ni para bien, ni para mal- su funcionamiento. Tuvo sus buenos y sus malos momentos, que dependieron más de la probidad e idoneidad de sus integrantes.
Basta con recordar que uno de sus períodos más oscuros desde el retorno de la democracia, en 1983, fue cuando tuvo más miembros: durante su presidencia, Carlos Menem los amplió de cinco a nueve y colocó allí a quienes dictaron las sentencias que a él le convenían. Al punto, incluso, que se la recuerda como la “mayoría automática”.
Ahora, el propio oficialismo desnudó que evaluar el número de integrantes era lo de menos. Su proyecto original era elevar su número a 25, para que cada provincia escogiera a un juez y así dotarla de una visión supuestamente más “federal”. Pero el argumento destaca poco. Cuando el kirchnerismo detectó que no tenía los votos necesarios para aprobar la reforma en el Senado, decidió reducirlo a 15 y la bandera del “federalismo” la guardó en un cajón.
Ahora, el proyecto debe pasar por la Cámara de Diputados, donde el oficialismo no tiene los votos suficientes para aprobarlo y, por tanto, debería naufragar. Pero en la política argentina nunca se sabe. Menos aun cuando ciertos gobernadores o alguna facción opositora pudieran intercambiar sus votos por algún beneficio para sus provincias o por la posibilidad de designar a algunos nuevos ministros de la Corte Suprema. Nada de lo que debamos sorprendernos, porque ya ocurrió en el pasado. En el país usamos términos para aludir a esas sorpresas en el Congreso, a las que llamamos “panquecazos”, y hasta convertimos en verbo el apellido de un legislador que cambió de bancada: “Borocotizar”.
Así, la primera conclusión que podemos extraer de esta iniciativa es que su objetivo no es mejorar la administración de Justicia. Si fuera así, la clase política podría comenzar por ocupar los cientos de vacantes ya existentes en los tribunales, cuyos nombramientos están atrasados, y designar a los candidatos a jueces, camaristas y fiscales que ya ganaron sus concursos en el Consejo de la Magistratura y esperan la propuesta del Presidente o el acuerdo del Senado.
La segunda es que, tras descartar la importancia del número de integrantes de la Corte Suprema, la verdadera meta de esta reforma acaso solo sea encarnar en la Argentina y con los jueces la frase que se le atribuye al expresidente estadounidense Franklin D. Roosevelt – sin pruebas fehacientes- sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza: “Será un hijo de p…, pero es nuestro hijo de p…”. Quizá al oficialismo no le importa cuántos jueces haya, siempre y cuando sean propios.
La tercera es que, incluso si el proyecto jamás se aprueba en la Cámara de Diputados, el verdadero objetivo de la Vicepresidenta y jefa del Frente de Todos es enviarle una señal a su base política – “al menos lo intentamos, pero la oposición una vez más bloquea lo que es mejor para el país”-, al mismo tiempo que exacerba la polarización política y, de paso, presiona y desgasta a los miembros del tribunal oral que la juzga por presunta corrupción en el “Caso Vialidad”.
En cualquiera de estas opciones, otra conclusión resulta agobiante: la Argentina sigue sin resolver sus problemas más acuciantes, sean económicos (la inflación se calcula en 100% anual) o sociales (la pobreza ronda el 37% y cada día 2.800 argentinos pasan a ser pobres), mientras que los políticos funcionan enfrascados en sus discusiones y cálculos mezquinos.
Por el contrario, que la Argentina debata otra vez el número y eventual composición de su máximo tribunal acentúa los recelos de propios y extranjeros sobre la estabilidad de sus instituciones, la seguridad jurídica y el Estado de derecho. Es decir, todo lo que no debemos hacer si queremos crecer y atraer inversiones al país.
(*) Abogado, prosecretario de redacción del diario “La Nación” y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación.