04-10-2016

Colombia dijo no a la paz

Por Ignacio Lara y Matias Bianchi (*) – Columna de Asuntos del Sur (ADS)

ignacio-lara-y-matias-bianchi-1Estaba todo preparado para que el 2 de octubre quedase como un día histórico para la región, de esos capaces de marcar un antes y un después, un verdadero hito que trascendiera las fronteras del estado colombiano y pusiese de manifiesto sus impactos para toda América Latina, incluso con la posibilidad de sentar una importante posición a nivel internacional. A contracorriente de lo que señalaban los pronósticos de las encuestas, en Colombia ganó el “No”, dejando perpleja a una buena parte de la opinión pública (local, regional y global), entusiasmada con la posibilidad de llegar a un acuerdo pacífico y negociado, que pusiera fin a un extenso y sangriento conflicto armado que viene teniendo como protagonistas principales a dos grupos guerrilleros – las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)– y a los distintos gobiernos que se sucedieron en este país desde mediados de los años ’60.

Sobre las causas de este conflicto, su persistencia a lo largo de estas décadas y sus principales efectos ya se ha expedido la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, instituida en 2014 – en pleno proceso de negociación–, cuyo informe “Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia” fue presentado en febrero de 2015. Basta “solamente” recordar, por hacer una mención a una de sus consecuencias traumática, que este conflicto produjo uno 220 mil muertos y que Colombia liderase – como nos recordara recientemente Carolina Guevara– el “ranking” de países con mayor cantidad de desplazados internos entre 1985 y 2015: 6,9 millones de personas. Vale la pena aclarar, como señala el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR), que en este país son pocos los desplazados internos que lograron volver a sus lugares de residencia, a la vez que se van produciendo nuevos desplazamientos reportados por el Gobierno.

El camino hacia una solución pacífica definitiva parecía haber tomado una dirección decisiva el pasado lunes 26 de septiembre, gracias a la firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera realizada por el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, y el líder de las FARC, Rodrigo Londoño, en Cartagena de Indias. Este acuerdo era la conclusión de un proceso de negociación que había llevado 4 años, incorporando una multiplicidad de instancias de diálogo y negociación, en el que se vieron representados los distintos actores involucrados en el conflicto (y sus relatos).

A partir de la firma de este Acuerdo, se abrió paso a un plebiscito para que la población colombiana emitiera su opinión sobre si avalaba o rechazaba este proceso. El interrogante, cuyas únicas respuestas posibles eran – ni más ni menos- que “Sí” o “No”, era la siguiente: “¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”.

Fue así como las respectivas campañas por una u otra posición, que ya habían tomado lugar unas semanas antes de la firma del Acuerdo, se vieron decididamente reforzadas, haciendo mella en la polarización que se manifestaba en la sociedad colombiana sobre el mismo. Como nos señalaron Liendo y Braithwaite, tanto la participación política de los líderes de las FARC como el tema de la justicia transicional se presentaban como los principales puntos de discordia a favor y en contra del proceso de paz tal cual estaba siendo planteado. Pareciera que esta polarización iba a ser determinante al momento de tomar dos decisiones no menores: si ir a votar o no y por qué opción hacerlo.

Una parte importante del arco partidario colombiano, con el presidente Santos a la cabeza, se volcó con fuerza en la campaña por el “Sí”, junto con diversos sindicatos, organizaciones sociales y asociaciones de víctimas, que principalmente hicieron hincapié en la necesidad de llegar a la paz, incluso reconociendo “incomodidades” respecto a algunas cláusulas contenidas en el acuerdo de paz. Desde este sector se privilegió la llegada a un acuerdo, a una negociación de posiciones e intereses, en modo de terminar en modo definitivo con el conflicto.

Ilustrativo, a este respecto, fue la posición de las asociaciones de víctimas, quienes sufrieron pérdidas concretas y directas – sus seres queridos– y aún así se pusieron al hombro la campaña por el “Sí”.  Justamente, como Pamela Lozano nos lo señalara hace pocos días, resultaba llamativo que las víctimas directas del conflicto armado propugnaran por un fin del conflicto, por lo cual le sacaba legitimidad las acusaciones que denostaban el Acuerdo de Paz.

A su vez, también desde las FARC se realizó un pedido de disculpas, especialmente hacia las víctimas, que circuló por las redes sociales, en el que se invitaba a entablarse un proceso de reconciliación nacional.

Por su parte, la derecha colombiana, liderada por quien fuera presidente de Colombia por dos mandatos consecutivos (2002-2010), Álvaro Uribe – al frente del Partido Centro Democrático–, expuso toda su artillería para instar al “No” para este plebiscito. Siguiendo el mencionado artículo de El Tiempo, sus posiciones se centraban en:

  • No se establecen mecanismos para que las FARC se desprendan de recursos económicos;
  • la reparación material de las víctimas queda sólo en manos del Estado colombiano;
  • tanto la justicia ordinaria, como la constitucional como la administrativa no van a poder liderar el juzgamiento de los hechos ocurridos en el conflicto;
  • se genera impunidad para los grandes crímenes;
  • no se penaliza el narcotráfico;
  • las FARC no se rigieron por el Derechos Internacional Humanitario;
  • no hay garantías de que el desarme sea total;
  • el acuerdo debilita la Constitución;
  • se pueden renegociar las condiciones para un nuevo acuerdo de paz.

El momento de la verdad llegó a las 16 del domingo, cuando se cerraron las urnas de votación. Los resultados son ya conocidos: de los casi 35 millones de colombianos y colombianas en grado de votar dentro y fuera del país, sólo votaron 13.066.047, lo cual marca ya un dato dramático para una elección sobre la cual se habían puesto tantas expectativas en todo el mundo. La opción del “No” ganó con 6.431.376 de votos frente a los 6.377.482 del “Sí”. Por otro lado, se dio el resultado que en aquellas regiones del país donde el conflicto está más presente y se vive en carne propia, ganó el “Sí”.

Una de las preguntas desconcertantes es ¿por qué votó solo el 37,4% de los ciudadanos en un tema tan vital?

Es difícil responder con contundencia a esta pregunta con las urnas recién abiertas. Varios elementos ayudan a explicar tal resultado. Uno de ellos es la falta de legitimidad del presidente. Santos hace un mes contaba con sólo un 21% de imagen positiva, y recién repuntó en las últimas semanas al magro 30%. Otro es la falta de comunicación, el hartazgo y, por qué no, la pereza de la ciudadanía de los acuerdos en sí mismos que fueron negociados durante cuatro años a puerta cerrada. Sólo el 7% de los que votaron en el plebiscito conocía el contenido del mismo. Por supuesto, otro punto es la negación a facilitarle la legalidad política a quienes se consideran enemigos. En este caso la distancia al conflicto jugó en contra en el plebiscito. Es notable como en los departamentos que sufrieron más de cerca al conflicto, es donde más apoyo al Sí hubo. El Valle del Cauca, epicentro de la violencia armada, el Sí triunfó con el 83% de los votos. Por otro lado, en los centros urbanos, más alejados a la violencia y los desplazados (salvo Bogotá), triunfó el No.

Sin embargo, éstas respuestas coyunturales nos resultan suficientes para explicar el bajo interés por parte de la ciudadanía. Hay que reconocer que el abstencionismo es un problema estructural en éste país. Desde el 1958 a la fecha sólo en dos elecciones nacionales acudió el 60% del electorado, siendo el promedio en elecciones presidenciales del 48%, y un promedio más bajo aún en los últimos 25 años. El abstencionismo, y las elecciones del domingo como parte de un fenómeno de largo plazo, son síntomas del problema histórico que justamente el tratado de Paz buscaba solucionar: la incapacidad histórica de la elite política colombiana a incluir a sectores más amplios de la sociedad. Debemos recordar que el conflicto al que se le quiere dar término es, a su vez, resultado de la violencia por parte de una elite política que se negó a reformas en el campo y se negó a la representación política a actores que no fueran de los dos partidos tradicionales. Los resultados son contundentes: Colombia es hoy, junto a Honduras, el país más desigual de América Latina, y el séptimo en el mundo. A su vez, aún hoy, la pobreza rural es tres veces mayor a la urbana. Es decir, las demandas históricas siguen intactas.

El acuerdo de Paz era una apuesta política a la política. Un salto cualitativo, siguiendo a Carl Von Clausewitz, de continuar el conflicto por medios pacíficos. De resolver las demandas de siempre. La apuesta por la política como herramienta para solucionar nuestras diferencias y construir un proyecto de sociedad en el que todos – o la mayoría posible– forme parte del mismo. Casi la mitad de los colombianos así lo manifestaron. Las zonas más golpeadas por la pobreza y la violencia armada, son las que se animaron a dar este salto votando mayoritariamente por el Sí.

Sin embargo, una vez más, los sectores que quieren una sociedad para unos pocos triunfaron, impidiendo la inclusión del “otro” en el juego político colombiano. Ahora se vuelve a foja cero, se reinicia todo el proceso. Afortunadamente, tanto desde el oficialismo como desde las FARC se mantuvo la voluntad de continuar con el cese al fuego bilateral, tratando de identificar nuevas vías alternativas para llegar a la tan deseada – al menos por una parte del pueblo colombiano- paz.

(*) Ignacio Lara es Polítólogo y docente. Actualmente es editor de Asuntos del Sur (ADS). Matías Bianchi es Politólogo, docente universitario e investigador. Director y fundador de ADS.